No quiero afirmar nada. Prefiero sugerir, señalar, dos o tres curiosidades que llamaron mi atención y pueden arrojar luz sobre el asunto. O sembrar más dudas quizás. La historia es prolija: ebionitas, cruzadas de pobres, teólogos de la liberación y una larga recua de personajes que bajo el estandarte de la religión santificaron la pobreza.
Todos ellos compartieron una visión parecida sobre materia y espíritu, una visión donde la pobreza se eleva como virtud esencial para ganarse el cielo en la tierra. Exploramos sus dominios espirituales, sus quimeras y sus lodos, para así arribar a los peligrosos puertos donde la pobreza reviste una naturaleza ambigua, en veleidosa simbiosis con la religión. Los últimos serán los primeros, dice el Evangelio, ¿o era al revés?
Antes de empezar: ¿qué es la pobreza? La pregunta no es baladí. Resulta fundamental desmenuzar la palabra hasta sus raíces para intentar vislumbrar su significado en clave ontológica. Dicho de otra forma: ¿de qué hablamos cuando hablamos de pobreza?
Una definición laxa entiende la pobreza como la ausencia o escasez de recursos que posibilitan una vida digna. Se trata, desde luego, de un concepto que ha evolucionado a pasos agigantados —hace un siglo no se hablaba de pobreza energética, por ejemplo—, pero podemos convenir en que el denominador común de la pobreza es, ante todo, la carencia.
La carencia invita, por su lado, a la necesidad. Rara vez se da la una sin la otra. Porque, más allá de unas necesidades básicas que presuponemos cubiertas, ¿se puede necesitar algo de lo que se dispone de forma regular? O por el contrario, ¿no es la escasez de un bien lo que provoca su necesidad? Se podría decir que la carencia pavimenta un camino de servidumbre hacia la necesidad.
Uno de los ejemplos más evidentes —y virulentos— lo podemos constatar en los siervos de la gleba, aquellos campesinos medievales sometidos por el señor feudal de turno y que eran, literalmente, esclavos de la tierra de cultivo. La necesidad de comer y sobrevivir a través de la tierra que labraban —fiscalizada, eso sí, por un tirano— era su prisión en vida.
La pobreza —entendida como carencia— conforma entonces una versión actualizada de esclavitud. Si aceptamos esta analogía en términos simbólicos, no resulta difícil imaginar la pobreza como un yugo, una cadena, un dogal. Paradojas del lenguaje, nos encontramos con que la palabra ‘religión’ es una ‘soga’ en su más estricto sentido etimológico. Religión viene del latín religare: amarrar, ligar. Las religiones nos atan a una cosmovisión y un modo de vivir concreto, por lo general, más frugal que abundante. Eufemismos aparte, nos liga a la pobreza, a la carencia, y por ende, a la necesidad, perpetuada y sancionada a lo largo del tiempo.
La carencia parece convertirse a ojos de la religión en algo moralmente deseable. Son pocas las ramificaciones —pienso aquí en el cristianismo oficial—, que no han dado su espaldarazo a la pobreza. Ocupa, quizás, un lugar destacado la Escuela de Salamanca, que constituyó una prefiguración de la ciencia económica moderna. Sin embargo, en líneas generales, la premisa dominante ha sido: cuanto menos, más. O formulado en términos de salvación: hay que pasarlo mal en el aquí, para luego disfrutar en el más allá.
El budismo se erigió desde sus inicios con base a esta misma visión. Después de todo, fue Buda Shakyamuni, el primer Buda, quien abandonó los fastos y la vida de palacio en pro de una vida austera. En general, los países de tradición dármica respetan esta renuncia primitiva, pero el propio devenir de los tiempos ha hecho difícil conciliar el crecimiento económico con premisas tan limitantes en lo material. El budismo tibetano actual, si bien admira la vía ascética, también la contempla como una excentricidad propia de eremitas y lamas insumisos. Es toda una declaración de intenciones: al adoptar esta posición algo ambigua, esta rama del budismo viene a decir que la iluminación y el desarrollo espiritual no están reñidos con la ganancia.
Además, el lamaísmo tibetano, impregnado hasta el tuétano de la religión animista bön, señala la falta de sentido que supone abrazar el ascetismo sin antes haber conocido los placeres que ofrece la vida. Exceso y frugalidad son las dos caras de la misma moneda. Las dos son igual de falsables. Las dos no son sino el reflejo del espíritu individual sobre este mundo. Resulta conveniente, por tanto, haber probado ambas, placer y sufrimiento, lujo y pobreza, para entender lo ilusorio de la existencia humana y, con suerte, descorrer el velo de Maya.
Si uno viaja a Gante o a Brujas puede visitar y recorrer los beguinajes flamencos, microciudades amuralladas en donde vivían las beguinas durante la Edad Media. Las beguinas eran mujeres procedentes de todos los estamentos sociales que vivían en comunidad amparando a los pobres y a los necesitados. Como otras sectas medievales, las beguinas y, más tarde, los begardos, su contrapartida masculina, exaltaron la promiscuidad y la pobreza, pero a su manera particular. De alguna forma extraña les admiro, eran hippies avant la lettre. Entre otras peculiaridades, se cosían joyas a sus harapos, pues, como explica Escohotado, las beguinas querían “la libertad de quien no está poseído por sus posesiones y a la vez celebrar el lujo como otra de las bendiciones aparejadas al descubrimiento de que los humanos son seres divinos”.
Lujo y pobreza se encuentran en el mismo espacio, una tela, engranados, entretejidos, atados gracias a unas finas hebras. ¿No es acaso esta cópula, el ayuntamiento entre la escasez y la abundancia, la unión de los dos extremos materiales, un canto a disparidad y riqueza de la vida?
Volvamos de nuevo al Tíbet. Aquí encontramos a los dobdobs, los policías del país de las nieves. Alexandra David-Néel los describe como —¡sorpresa!— unos camorristas dispuestos a encontrar pelea a la más mínima ocasión, unos “chuscos truculentos que tienen sabor de rufianes de la Edad Media”. Su uniforme es la suciedad. Para ellos, la suciedad es sinónimo de valentía, y rebozarse en ella les confiere un aire temerario y marcial.
Tal y como manda la tradición, cuando un traje nuevo llega a sus manos, el dobdob esparce una espesa capa de manteca con sus manos mugrientas por toda la tela. Con la debida aplicación de la manteca sobre la toga y el vestido, la mugre adquiere una pátina oscura con reflejo de terciopelo. Esta es la elegancia suprema. La negrura de la suciedad ha cobrado los destellos fastuosos del ébano y el terciopelo. Entonces, el dobdob, el mugriento polícia tibetano, grita desde el techo del mundo: ¡La suciedad es la mayor elegancia! Y la beguina, la proto-hippie medieval, le contesta desde su falansterio: ¡No hay mayor lujo que la pobreza!