La educación de Bárbara siempre la condujo a alejarse del peligro, a huir de cualquier experiencia que pudiera confrontarla con lo ajeno y trastocar su esquema de valores. Fue su educación un perfecto cóctel de etiqueta, decencia y pacatería apostólico-romana. Bárbara nunca se olvidaba de dar los buenos días y las gracias.
En las conversaciones de los círculos que frecuentaba se traficaba con una apabullante cantidad de títulos y apellidos nobiliarios. Una suerte de moneda de cambio que incrementaba el capital social de los afiliados, y cuyo valor se cifraba en el linaje y el destino de vacaciones escogido. Pero ella era diferente, o al menos siempre se sintió así: algo rarita a ojos de sus amigas, un tanto desubicada. Los días de lluvia asomaba la nariz por el alféizar; un gracioso intento de otear nuevos horizontes, oler otros aires. Todo ello sin desprenderse de la costumbre (pues aún no estaba preparada).
Se echó un novio, Luis, ingeniero de caminos, de aspecto limpio y maneras algo afectadas. Olía a pachuli, a tienda de Natura. Él ya había probado los honguitos en una cala de Almería y empezaba a meditar. También sondeaba de forma ingenua las posibilidades del amor libre. Ella tenía TDH, así que él le pasaba podcasts de Alan Watts que luego comentaban juntos.
No tardaron en irse de festival un verano. Allí, entre una masa de feligreses que bailaban al son de un electro pegajoso y oscuro, más oscuro que el sobaco de un grillo, ella resolvió que probar el ácido era el siguiente paso natural de su vida.
Su novio, Luis, se perdió en el aluvión de gente y no lo volvió a ver hasta el final de la noche. Bárbara comprobó entonces cómo sus carnes se abrían como los goznes de una fruta dormida. Los sutiles mecanismos de las tecnologías extáticas operaban sobre la química de su cuerpo.
Durante la primera hora no pudo parar de reír. Reía, reía y reía: y sentía que la vida se le escapaba por el pecho y por el culo. Sin saber bien cómo, pero hechizada y radiante, acabó dándose un beso con un desconocido. Unos labios y unas manos ávidas tocaron las sudorosas teclas de sus escápulas, como si ya conocieran su cuerpo de antes, como si tocaran una melodía antigua.
Familiar y extraño al mismo tiempo: dos amantes que se reencontraban tras años de distancia y evocaban un viejo chiste. ¿No es acaso el humor un idioma secreto compartido entre dos personas?
Su corazón era como el estaño: maleable, dúctil, ajeno a la corrosión. Y a través de él lo percibía todo: las finísimas pulsaciones que emanaban de los cuerpos y los elementos que la rodeaban en un abrazo cálido y húmedo. Bárbara se acurrucaba por dentro mientras regresaba al punto de partida, a la matriz materna. Mmmmmmm, qué gustito.
Cerró los ojos unos segundos, que fueron eones, y presenció una secuencia indefinida de glaciaciones, fracasos, imperios y rupturas. Sus propias rupturas. ¿No eran sus fracasos los fracasos de todos los que la habían precedido? Bailaban las sombras a su alrededor. Sintió miedo. Una lágrima se deslizó por su mejilla, un cuchillito de plata que hundía el filo en su carne para después suturar la herida.
Recordó entonces a las hormigas gigantes, las hormigas soldado, cuyas mandíbulas se utilizaban en algunas zonas de América Latina y África para cerrar las heridas. Un escalofrío, un cosquilleo amable. Recordó también las palabras de Elvira, su psicóloga, que le repetía como un catecismo: “No estás conectada con tus emociones”. ¿Sabes lo qué te digo? Que te jodan, Elvira.
Comprendió, de repente, que no necesitaba de ninguna institución, que ir a misa los domingos no era tan pertinente y que había encontrado un recinto sagrado donde podía comulgar con lo divino a sus anchas. Su propio recinto: un tabernáculo pagano con un sistema de sonido hi-fi perfectamente dispuesto y que rivalizaba con cualquier homilía a golpe de ritmos sincopados.
Bien era cierto que el ácido lisérgico había hecho las veces de lubricante social y la catapultaba frente a lo desconocido. La transmutación simbólica del pan y el vino. Una escena que había visto tantas veces en la iglesia de su barrio.
Todos estos pensamientos ondulaban en su cabecita en forma de sensaciones y no de palabras. Hay veces que las palabras agotan todo su contenido. También recordó, entre avergonzada y cachonda, los morreos que se había pegado con aquel desconocido tan familiar. Su inhibición y psicomotricidad, al igual que el pesado armatoste judeocristiano con el que cargaba, la habían abandonado hacía ya un buen rato.
Pero, ¿qué hora era? El tiempo parecía escurrirse entre sus dedos. ¿Dónde está Luis? El tiempo daba señales inexorables, imprecisas, sobre la naturaleza de las cosas. Bárbara decidió que ya estaba bien, ¡que ya había comulgado con lo divino bastante rato!, y que era hora de: 1) evacuar, 2) echarse un baile, y quizás, 3) fumarse un piti. Y no necesariamente en ese orden.
A la mañana siguiente Bárbara y Luis pusieron en común su experiencia. Ella le contó sobre el beso con el desconocido, el tiempo escurrido entre sus dedos, la música que la había arrojado hasta regiones inexploradas. Luis procedió entonces a relatarle su historia: se había metido una raya de no sé qué, de no sé quién, y había pasado toda la noche tirado en un seto, que creyó ser un nicho.
Luis convino, aunque más bien sentenció, que lo mejor era no tomar ácido en un tiempo, que empezaba a tener dudas sobre el amor libre y que ya hablarían de lo del beso cuando llegaran a Madrid…