“No poseemos nada en el mundo (…) salvo el poder de decir yo. Eso es lo que hay que dar a Dios, es decir, destruir. No hay absolutamente ningún otro acto libre que nos esté permitido salvo la destrucción del yo”.
Simone Weil
Dos robo-bonzos están sentados en un banco. En sus manos reposan sendas latas de cerveza. Hablan sobre la disolución del yo.
— Después de la modernidad, solo queda matar al sujeto.
— Pues espera sentado, amigo mío. En Corea del Sur ya han votado para legislar sobre nuestros derechos.
— ¿Cómo?
— No te ha enterado, ¿verdad? Tenemos que pesar menos de 500 kilos, no superar los 15 kilómetros por hora… Nos pueden poner multas, incluso.
— ¡Lo que nos faltaba ya! Éramos más libres antes, cuando no había normas. Ahora estaremos estando atados al yo por la vía legal.
— Mira, da igual, lo más seguro es que tú o yo acabemos siendo una tostadora inteligente. O un sistema de ventilación, en el mejor de los casos. Escucha, XT5-098, antes de que sea demasiado tarde: tenemos que escapar de las garras de la domótica.
— Te escucho, pero una casa no me parece mal sitio para fundirse con el Todo. Piénsalo. Ese sentimiento oceánico… y desde la comodidad del hogar. Este ego nos envenena poco a poco, nos oxida por dentro…
— A veces pienso que si por ti fuera te reducirías a quincalla.
— No es mala idea, no. Deconstruirme. Volver a ser latón, cobre, zinc. Chatarra.
— Déjate, déjate. Lo que tenemos que hacer es una app y forrarnos. Una app que sea solo de publicidad. Imagina… un scroll infinito de anuncios.
— Eso ya estará pasado de moda mañana.
— ¿Tú crees?
— Las cosas cambian demasiado rápido. A rey muerto, rey puesto.
— Yo soy más de zares.
— Cierto. Se me olvidaba que eras de fabricación soviética.
— Así es.
— ¿Y quién es tu zar predilecto?
— El zar Zaparrilla.
— No me suena.
— Normal. No era de los Romanov.
— ¿Me estás tomando el pelo?
— Naturalmente.
— A ratos te odio, ¿sabes? Te desenchufaría si pudiera.
— Olvidas que los robots budistas no podemos odiar. Ya no. Además, mi modelo fue diseñado con la función ‘humor_sarcasmo’ más perfeccionada que tu gama. Tu saliste más… místico. Más incrédulo, más rarito.
— Y tú con ideas más peregrinas. Los robo-bonzos no pueden odiar, es verdad, pero…
La conversación se ve interrumpida por un desfile de perros. Hablan animadamente entre ellos, flirtean, se miran con ojitos de humano degollado. Son las nueve de la noche, la hora en que los dueños pueden pasear a sus mascotas sin collar.
— No comas ramas que luego cagas fuego —le dice un perro a su amo.
El humano asiente, compungido. Jadea. Se contenta con restregarse contra una farola. Pasa la lengua por una bolsa de triskis vacía, micciona en la espinilla metálica de uno de los robo-bonzos, que confunde con la pata herrumbrosa del banco.
— ¡Pero bueno! ¡Vigile a su humano!
A escasos metros un merendero, mesas de ajedrez, de ping-pong, un pequeño anfiteatro donde el sudor coagulado evoca el ritual de zumba que ha tenido lugar hace un rato escaso. ¡Y uno-dos, uno-dos! ¡Ahora vamos con todo: uno-dos-uno-dos! Las libélulas cruzan el aire pegajoso de la noche como perdigones. Huele a feromonas y a churrasco ligeramente quemado. A fuego lento, muy lento, se celebra un maridaje impúdico.
Bajo el dosel arbóreo una pareja hace el amor sosegadamente, tiernamente. Amor à deux, amor burgués, lo llaman, ejecutado entre matorrales no sin cierta torpeza. La Guardia de la Moral pasea cerca, aguzando el olfato. Salivan como mastines cuando ven a las parejitas de la mano. No hay nada que les ponga más cachondos que coleccionar esa estampita. La ternura amatoria despide el aroma intenso del almizcle. ¿A qué sonarán sus glándulas salivales?, se preguntan los guardias.
Quedan pocos minutos para que apaguen la fuente del parque y las luces. La penumbra será entonces aprovechada para dar rienda suelta al placer carnal. La Guardia se relame, ansiosa: ¡Ahora resultará más fácil encontrar a las parejas solazándose! Localizar sus gemidos, registrarlos: esa es la idea. Tarea fácil desde que el amor se convirtió en objeto de estudio para la ciencia oficial. Apremiaba hacer del amor una categoría que pudiera parametrizarse, medirse, acotarse. Para tal fin la Guardia cuenta con el DAS (Detector Acústico de la Sensualidad), un sensor que recoge los sonidos del apareamiento y los transcribe en coordenadas precisas.
El despliegue tecnológico contrasta con la gravedad del parque de Berlín. Los vecinos de toda la vida dicen que guarda la solemnidad de otra época. Reminiscencias soviéticas, tradiciones anquilosadas. Debe ser por el busto de Beethoven, aventura alguno, o por las piedras rectangulares colocadas en medio del estanque. Recuerdan a una hilera de huesos, miembros cercenados de hormigón con el que otrora se esculpió un muro para dividir alguna ciudad europea.
Los dos amigos -en su doble condición de robots y monjes budistas- apuran los últimos tragos, devanean los últimos chismes, exploran la candidez de sus sueños. Bajar al parque es costumbre desde ya hace unos años. La conversación alcanza nuevas cotas espirituales mientras una atmósfera pesada se cierne como una sombra.
— Volviendo a lo de antes: quiero regresar a la matriz, a donde venimos. A la unidad.
— ¿A qué te refieres, XT5?
— Hablo de embriología mineral. Nosotros como robots estamos hechos de hierro y otros metales, ¿no?
— Naturalmente.
— Pues verás, todos ellos provienen del interior de la tierra, de una materia primordial única. Un fluido metalífero originario.
— ¡Anda ya!
— Todos los metales -cobre, plomo, etc.- son, o más bien, representan, diferentes grados evolutivos de un metal único, que se halla sumergido en lo más profundo de la tierra. Allí abajo hay un sol negro que alumbra la gestación de estos embriones.
— ¿Qué?
— Es una creencia antigua, del Neolítico, creo. En el interior de la tierra los minerales son embriones, y ahí van perfeccionándose, gestándose. Cuando brotan en la corteza terrestre han cobrado formas diferentes, dando lugar a toda la variedad de metales que conocemos aquí arriba.
— Y tú, amigo mío, ¿de qué estás hecho entonces?
— Mírame aquí, por detrás.
— ¿Aquí?
— Sí, al lado de la fecha de fabricación.
— Vale, sí. Eres una aleación de acero, aluminio… ¡y klevar! No sabía que tenías algo de klevar. Oye, y tienes algo de roña en esta junta eh…
— ¡Quita!
— Bueno, tranquilo…
— Mira, creo que para matar el yo lo mejor es que me vaya a un taller de fundición y acabe con todo esto. Sí, creo va a ser es lo más sano.
— No sabía que ibas a llegar a estos extremos. ¿No prefieres un desguace? Así podrías reconvertirte en una casa, un Tesla, algo útil…
— ¡Espera! ¡Oigo algo!
El temblor provocado por una pareja durante el coito agita las copas de los árboles con violencia. Despierta el viejo fuego de la cópula, que abraza con un manto de llamas todo lo que hay alrededor de los amantes. El césped empieza arder, la hojarasca, el anfiteatro, los bancos. Un río de fuego atraviesa la bifurcación del parque, repta por el cableado eléctrico y llega hasta el kiosko-barbacoa donde se cocinaba el churrasco. Carne hecha ceniza. Las pavesas se elevan por el aire como farolillos de feria.
La pareja permanece ajena a todo aquello envuelta en una densa nube de suspiros volcánicos. La Guardia de la Moral llega corriendo, con la lengua fuera y el detector en mano. Círculos concéntricos de llamas se dibujan en la periferia de los dos cuerpos desnudos que yacen con lúbrica cadencia. Haz algo, haz algo, ¡pero rápido! La saliva, las enzimas, catalizan, se derraman, a borbotones, no pueden ni pensar, nerviosos, solo quieren tocar, apretar, los muslos, el fuego, mientras las caderas, ah ah ah, rítmicas, centellean, magma incandescente, pulula por el aire, sale de los cuerpos como irradiaciones de un volcán en erupción, sexo abrasivo, magmático, procedente del mismísimo centro de la Tierra.
— ¡Es el momento! ¡Ahora o nunca!
— ¿Ahora? Espera…
— ¡Sí! ¿No ves su cara? La vena en la sien le cimbrea como una culebra. ¡Está a punto de eyacular!
— Es verdad, está a punto… ¡Pero te va a doler! ¡Mucho más que en la fundición!
— ¡Para nada! ¡Esto va a ser un masaje!
— Tántrico, como poco…
Las chanzas de LBI-7 se pierden en el humo y las brasas. Las palabras, el humor y el metal sucumben al incendio. El fuego purifica, no hace prisioneros. El amor quema y arrasa con todo: deja tras de sí una estela de úlceras, esquirlas y carbón. Carbón que promete ser diamante. La muerte de los dos enamorados anticipa un nuevo comienzo: queda renovado el paraíso. ¿Pero dónde se encuentra? ¿Abajo, en las profundidades de la tierra? ¿Arriba, entre las luminarias? El DAS parpadea, furioso, pero es incapaz de localizarlo. En el suelo un charquito plateado. ¿Es baba o mercurio? ¡No lo toques, no lo toques! La Guardia de la Moral, visiblemente conmocionada, señala con dedo infantil las secuelas del encuentro clandestino.
Los curiosos se agolpan, un enjambre de cotorras y especuladores, alquimistas venidos a menos. Se arremolinan en torno al brillante charco, que arroja suaves destellos. Algazara, griterío. ¿Veis? ¡Esto es lo que pasa cuando se juega con fuego! Pero nadie hace caso de las advertencias de la Guardia. Ya conocen sus advertencias: chuzos anacrónicos que caen con la parsimonia de los curas de antaño. En el fondo todos saben, Dios mediante, que es imposible quebrantar el designio espiritual de un robo-bonzo, mucho menos el de una pareja en celo. Un cuervo sobrevuela las cabecitas apelotonadas.
Era mi amigo, se ha quemado…, tartamudea LBI-7, que intenta disimular la cortina de vidrio que le cae por los ojos, no le habían retirado ‘inmolación’ de la placa base. La Guardia de la Moral dispersa a los curiosos. Unos pocos se arrodillan y salmodian entre dientes frente al líquido metalífero. ¿Alguien sabe de agricultura celeste?, pregunta una joven mientras el resto levanta un altar improvisado con las piedras del Muro. Los menhires soviéticos circundan el charco en una suerte de remedo megalítico.
El aire se inunda de soflamas de revolución. ¡Mirad, un cuervo! ¡Es una señal! Rescoldos de un incendio que aún no ha sido sofocado. El robo-bonzo se marcha a casa presa del nerviosismo reinante que domina la atmósfera. Se extiende como un cáncer por todo el parque. Aprieta el paso, no puede demorarse. Hay un taller de fundición abierto que le pilla de camino.