Lovaina, Bruselas. Junio de 2022.
Thomas ha visto morir a gente durante los últimos veinte años de su vida como bombero. Ahora, se está fumando un porro junto a su perro en una explanada a las afueras de Leuven. El sol se derrama plácido sobre el tejado de un antiguo almacén y lame la panza del pastor alemán que a ratos yace, juguetón, y otros me mira, suspicaz. Es el final de la primavera: la hierba empieza a vestirse de un oro suave, casi silencioso.
No te acerques mucho, me advierte su dueño, con un solo gesto podría abalanzarse sobre ti. El pastor alemán se llama Cyril. Me gusta su nombre. Cyril: compañero reciente, perro entrenado hasta el paroxismo, listo para confrontar situaciones hostiles. Thomas lo ha comprado con el propósito de defender cultivos, casas de campo, familias, mujeres. Cualquier persona que necesite ayuda, me dice.
A medida que hablo con Thomas, el motivo de su bandazo vital se me hace más evidente. Hace un par de años una serie de bandas se dedicaron a mutilar y degollar caballos por distintos puntos de la campiña francesa. Parpadeo, atónito. Más tarde, cotejaré todo esto para descubrir, asqueado, cómo centenares de ataques a equinos en los periódicos avalaban el testimonio de Thomas. Rito satánico o sectario, apuntan los medios franceses.
Sus años de bombero ya terminaron, pero recuerda que, salvo en dos ocasiones, todas las personas que había visto morir arrastraban el miedo en los ojos. Él no quería acabar así, me dice. Claro, pero ¿cuántos oficios nos confrontan con la muerte todos los días? El mío no, desde luego. Lidiar con el miedo, la muerte, la angustia, suelen provenir de otros lugares más imprevisibles.
De nada sirven los paliativos frente al miedo, que además se convierte en una rémora cuando su carga es excesiva. Hace mucho tiempo la rémora devino en signo alquímico del frío, del inmovilismo. Thomas no quiere ser rémora, tampoco bombero. Una crisis existencial sobreviene a una conyugal. La vida patas arriba, la casa patas arriba, el miedo como catalizador, como resorte. Su camino del héroe alcanza un punto de inflexión: dejar el curro de bombero, dotar a su vida de significado, o de algo parecido. Buscar un propósito, expresión afectada, manoseada hasta la náusea, pero, al fin y al cabo, oportuna dentro de cualquier relato personal.
Thomas trabaja un par de años en las exposiciones de Hergé por toda Europa. Es una época indefinida pero bonita. Se siente más cómodo entre viñetas que apagando fuegos, el tiempo ordena los sinsabores, sus verdades se antojan más tangibles. Recala en Barcelona, desde donde se piensa y enfila su próxima aventura.
Poco después nos encontramos aquí mismo, en esta explanada luminosa, alegrías y cuitas mediante, y resuelve, delante de mí, como si pensase en voz alta casi, su siguiente etapa vital. Recorrer el mundo con su pastor alemán, defender a los que no pueden defenderse. ¿Defenderse de qué, de quién?
Salgo del encuentro un poco confuso y conmocionado, pero feliz. Intuyo que es el tipo de alegría que nace de la atención continuada, cuando la curiosidad descansa en lo más inmediato, en lo que tienes delante, en la persona más próxima. No hay nada como salir de ti, aunque sea por un rato. Un buen amigo me recordó esto mismo cuando mis preocupaciones empañaban en exceso nuestra conversación. Deja de mirarte el ombligo, me dijo, aunque sonaba más a propuesta que a admonición.
Cualquier anécdota abraza un contorno más amplio que las palabras que la delimitan. Más rica, más profunda, ganará en matices en la medida que no se subordine a una moraleja. Pero me contradigo: ¿Puedo sacar algo de provecho de mi encuentro con Thomas? No quiero mirarme el ombligo, pero noto una punzada, un calambre atávico que desvía mis ojos hacia abajo. Bajamos la mirada. ¿Dónde? En el metro, en la oficina, en la tienda, en la calle, en el súper, en la vida, en la en la en la en la. Y así.
No sé si estamos demasiado acostumbrados a doblar la cerviz y mirar hacia abajo. La nuca se ladea. La mirada se resbala. La carga de soportar el peso constante de nosotros mismos. Demasiado peso. Una inclinación onanista.
La Biblia identifica la cerviz, la nuca, con la terquedad del espíritu, con el orgullo malsano de un pueblo, el israelita, que no acepta la voluntad del de Ahí Arriba; o de un buey díscolo, que no obedece a la dirección del cabestro impuesta por el agricultor. Una lógica que opera en términos de salvación y redención.
En un mismo alarde de contracción de cuello, los monjes hesicastas, aquellos primeros ascetas del desierto, meditaban mirándose al ombligo, que suponían un atajo para encontrar a dios. O Sentido. O Propósito. Aún no hay consenso sobre lo mayúsculo en lo Divino y, a decir verdad, creo que tampoco sobre lo Humano.
El ombligo, también llamado ónfalo, era una piedra sagrada para los antiguos griegos en Delfos. Suponía otro ejercicio, entre tantos, de adoración del yo. Un superávit de onfaloscopia, egotrip mistérico, por así decirlo. Desde tiempos remotos se perpetuó la creencia de que era necesario cifrar el caos de fuera con un orden interno, armonizar el cielo con los intestinos. Para tal fin, el ónfalo se convirtió en una brújula o, más bien, se erigió centro del mundo. Y hay muchos ombligos, muchos centros, de muchos universos, que diría Giordano Bruno. Pero no olvidemos que no es oro todo lo que reluce: en el ombligo también hay pelusilla.
Mirar hacia dentro pudo ser un atajo hacia lo divino en otro tiempo más inmóvil y desértico, cuando la lluvia se delegaba en cualquier fulano providencial con barba. Pero ahora, mirar hacia dentro puede constituir un yugo que nos imponemos a nosotros mismos, una suerte de castigo para la persona que tenemos en frente.
No sé, quizás se respire mejor, más ligero, al levantar la vista del ombligo y reposarla en lo más inmediato. Por ejemplo, en la persona que tenemos delante.
El infierno no son los otros. Los otros son el auténtico antídoto cuando uno se encuentra demasiado imbuido de sí mismo.
Mirar hacia dentro está sobrevalorado. Además, da tortícolis.