Decía André Bréton que México es el país más surrealista del mundo. Sí, pero posiblemente el maximalismo de su vecino yanki lo haya desbancado del primer puesto. ¿Que cómo lo sé? Pues porque últimamente toda la información me llega a través de epifanías durante las siestas.
Me explico: he oído por ahí que escribir los sueños es un ejercicio positivo, saludable para la psique. El otro día soñé con Fievel va al Oeste y brotaron las siguientes reflexiones. Unas absurdas, otras disparatadas. Alguna pertinente, quizás. Peliculón, Fievel, por cierto.
Fievel, un simpático ratoncillo, descubre la América Profunda cuando huye de la penuria de su Rusia natal en pos del sueño americano. El sueño deviene en quimera y la amplitud del medio oeste no parece albergar ni rastro de lo prometido: bienestar, oro, cedazos, tierras, patentes.
Como reza el título de la película, Fievel va al oeste, efectivamente, y el paisaje se carga entonces de su tintura arquetípica. Una planta rodante del desierto (estepicursor o cardo ruso) bota con trote alegre, altanero, mientras de fondo suena Rawhide, la versión de los Blues Brothers. Aquella escena quedó grabada en mi memoria.
El oeste americano, el sertão brasileño o el bush australiano despertaron en mí la fascinación por lo indómito, el salvajismo de la otredad frente al civismo de la urbe.
Los símbolos de Fievel, una película de dibujos animados de mi infancia, entroncan con los westerns que veía mi abuelo después de comer. El silencio de los cañones y las estepas, beatífico, lleno de oportunidades y tesoros ocultos por los indios, envuelto en la densa bruma de ronquidos de Dionisio.
Cabe apreciar, también, que en Fievel va al oeste los gatos son los villanos, al igual que en Maus, donde interpretan a los nazis. Gatos: sagrados, sibilinos, silenciosos… ¡pero siempre fascinantes!
Recuerdo la frase de un amigo: “Estados Unidos es el país más raro en el que he estado”. Vivir un año en Iowa me hizo corroborar todo aquello desde la más pura de las subjetividades. Maizales extensos, el eros reprimido, ecos de la mentalidad puritana. Al fin y al cabo, pienso, fueron aquellos mismos puritanos quienes huyendo de las persecuciones religiosas hace trescientos años troquelaron el espíritu insobornable de las primeras colonias.
Supuestamente gracias a una acumulación espontánea de excedente, de capital, estos señores dieron lugar al capitalismo. Encontramos aquí el germen de unos estados, más tarde unidos, que se negaron a pagar tributo a su Madre Inglaterra (No Taxation Without Representation!).
Max Weber terminó por cimentar el mito heroico del trabajador americano: su estoicidad protestante al servicio de un bien mayor, el divino. Eso sí: no le hables a este Dios de dislocaciones, luxaciones o esguinces.
Tocqueville ya había escrito antes sobre la singularidad americana. Él reivindicó la revolución estadounidense frente a la francesa, dado que ésta había sucumbido a la violencia y al terror. Pero esto viene solo a colación por el carácter singular que reviste EEUU y que quisiera remarcar hasta la saciedad. Extraños Unidos. Un país singular, raro, extrañísimo. Durante mi estancia en el Medio Oeste orbitaba a mi alrededor una constelación de enfermedades raras, como de otra época, un gregarismo peculiar, y la religión sirviendo como bisagra para comunidades aisladas y separadas por distancias impensables.
He descubierto hace poco que tanto Buddy Holly como Rocky Marciano murieron en accidentes de avión en Iowa. ¿Casualidad? Hmmm, no lo creo… Para mí los EEUU son cereales de miel de impronta puritana (quakers), pero sobre todo ciencia ficción, ciencia ficción entre maizales. EEUU constituye un filón para conspiranoicos, teorías forteanas, fenómenos sin explicación aparente, censura, know nothing.
Tiene sentido: EEUU es un país joven, sin una historia milenaria desde donde mirarse como sí tiene el viejo continente. ¿Cómo puede uno mirarse si no dispone de espejo? Uno se crea entonces sus mitos actualizados, dispuestos en un espectro entre lo vacuo y lo sicalíptico. Muchas Marilynes, muchas Kimes, y solo unas pocas Louisas (May Alcott).
Las ciudades y pueblos estadounidenses se me antojaron asépticos, distantes, indiferentes, de quita y pon, como los urinarios portátiles de un festival. Cuál fue mi alegría al encontrarme con un pasaje de Levi-Strauss donde cristalizaba esta intuición, nunca verbalizada hasta ahora.
Así describía a las ciudades del Nuevo Mundo:
Pasan directamente de la lozanía a la decrepitud, pero nunca son antiguas. […] Para las ciudades europeas, el paso de los siglos constituye una promoción; para las americanas, el de los años es una decadencia. No sólo están recientemente construidas, sino que lo están para renovarse con la misma rapidez con que fueron edificadas, es decir mal. En el momento de levantarse, los nuevos barrios casi ni son elementos urbanos: demasiado brillantes, demasiado nuevos, demasiado alegres. Más bien parecen una feria, una exposición internacional construida sólo por unos meses. […] No son ciudades nuevas en contraste con ciudades antiguas, sino ciudades con un ciclo de evolución muy corto comparadas con otras de ciclo lento. […] Son perpetuamente jóvenes y sin embargo nunca sanas.
Desde luego, es interesante vivir en un país sin dimensión histórica, orgulloso de su pubertad, caldo de cultivo de diferentes nacionalidades. El despreocupado sonsonete de West Side Story.
Contemplar a los EEUU desde este ángulo: un adolescente aquejado de acné que mezcla root beer con helado de vainilla y que si se calienta, puede coger el rifle de su padre y atrincherarse en el gimnasio del instituto.
Esta idea quedó recogida, a su vez, en el comienzo de un cuento patafísico de autor desconocido:
Bien sé lo peligroso que puede ser el lenguaje cuando se le encierra en una sala de espera. O cuando se utiliza a modo de flecha. No contra un argumento, sino contra una persona. Se le llama entonces falacia ad hominem. Lo visceral subyuga a la lógica. Pero yo digo, su señoría, ¿qué autoridad puede reclamar un país tan pagado de sí mismo que mezcla la Coca-Cola con el helado de vainilla? Que digo Coca-Cola… ¡Root beer! ¡Solo los Estados Unidos! ¡Y vaya si están unidos!
En este punto la carne de mis dedos había entrecomillado la palabra Unidos. ¡No hay nada más unido que la carne! Especialmente si proviene del verbo.
¡Si hasta los amish están divididos! Con su debida diligencia, su señoría, yo levanto una piedra de este país agreste… y salen 3 menonitas, 4 cuáqueros y 7 apóstoles del rifle.
EEUU me cae bien, en realidad. Me cae bien cuando no se toma tan en serio y se ríe de sí misma, de su gusto por lo excesivo. Nadie desgrana las entrañas de la América Profunda como Chuck Palahniuck en sus relatos. En uno de ellos, bastante truculento, hace una crónica del Festival del Testículo de Montana. Un libertinaje de cinco días regados de alcohol, testosterona, navajazos, toros mecánicos y concursos de felaciones. The American Dream, vaya.
EEUU también produce figuras interesantes, contestatarias, que no obstante acaban convirtiéndose en subproductos, en ídolos consumibles por las generaciones venideras. De adolescente, cómo no, me encandilé con la beat generation y sus proclamas de libertad. La idea era escapar de los convencionalismos de una sociedad asfixiante. Y con esto podemos identificarnos todos en algún momento, ¿no?, especialmente en un momento álgido de ingenuidad o ignorancia.
Hoy, reconozco el legado de estos escritores, pero mantengo una distancia prudencial frente a su literatura. Ya no me identifico tanto con ella, creo. Comentaba un antiguo amor al respecto de On the Road: “es como peña todo el rato hablando en un after”. En el momento me enfadó este dardo, me descolocó; ahora estoy de acuerdo con ella, o casi. Matar a tus ídolos, bajarlos del pedestal puede ser un ejercicio saludable. O lo haces tú o lo acabará haciendo el tiempo. Incluso a mi querido Alan Watts le encontraron con una melopea del quince a las 11 de la mañana en su casa de California. It is what it is.
Admiro aún al padre espiritual de los beatnicks, Walt Whitman, y a otros prohombres como Thoreau que hicieron de la naturaleza su baluarte y tesoro. Otros, como Henry Miller, no soportaron la atmósfera opresiva de su país y se largaron al extranjero atraídos por el tufo de exotismo y bohemia que, al parecer, debía despedir la Europa de su época. No dudo de la solidez de esta visión, y desde luego sigue siendo más deseable que el olor a ajo que despedía España, señalado por Victoria B.
Los países huelen diferente, es cierto. El aire, las casas, las calles. Por eso el olfato agita la memoria y conforma una suerte de viaje en el tiempo. Alain Lomax también “huyó” de su país para dar testimonio de nuestro patrimonio sonoro. El FBI le pisaba los talones por sus simpatías comunistas y ya le habían dado el chivatazo a Franco. En cualquier caso, ¿quién iba a imaginar que un estadounidense recorrería Extremadura recopilando los cánticos de señoras en los lavaderos de los pueblos? Y no menos importante: ¿a qué le olería a Lomax la España de los años 50?
Toda esta digresión sin orden ni sentido encuentra su semilla en el sueño de Fievel y sus aventuras en el Oeste, que me dieron la oportunidad de abrir unos cuantos melones, ¡raaaaaac! En mi cabeza, por cierto, suena en bucle el Rolling Rolling Rolling de la canción de Rawhide de los Blues Brothers. Granujas a todo ritmo. En la maravillosa escena de esta película se encuentran John Belushi y Dan Aykroyd cantando Rawhide en un bar de carretera frente a un público desquiciado que les tira botellines y otros proyectiles.
Lo único que les separa del público es una verja metálica, parecida a la que hay en el after del Vértigo. Imagino entonces a los djs pinchando detrás de esa malla de hierro y el público lanzándoles tomates, colillas, vasos… en cantidades directamente proporcionales al éxito que generan sus canciones.
La mentalidad de torneo de justa, medievalesca, debería volver al ocio nocturno. Que nadie se acomode en sus privilegios: el público es el que manda. No entiendo cómo no recuperamos estas viejas dinámicas, si el gremio musical se articula precisamente en el vasallaje.
Tampoco entiendo por qué pintan siempre a los ratones como a los oprimidos y a los gatos como villanos maquiavélicos. Porque hijos de perra hay en todos los lados. Bueno, menos en Ratatouille, que ahí el ratón es el que corta el bacalao.
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