Hola, Mamá. Por aquí todo bien. Sé que nos distanciamos hace poco. Por favor, no me tengas en cuenta que no te haya escrito, este verano está siendo un carrusel de emociones. ¿O era una montaña rusa? En fin, yo ya no sé. Redoblo mis peticiones: no te pongas pejiguera con el lenguaje, ¿vale? Esta carta estará cuajada de imprecisiones, tropos insólitos y muchos desaciertos. Pero es mi carta, al fin y al cabo. Kafka dedicó una a su padre —con el que se pasó tres pueblos, a decir verdad— y siempre he creído que era de merecido cumplimiento que el género epistolar acogiese a mi Madre entre sus páginas.
El otro día cogí un vuelo al aeropuerto de Castellón-Costa Azahar. El trayecto dura 1 hora y 5 minutos. Mis expectativas eran más bien bajas. Sospechaba que el aeropuerto sería un erial, una especie de hospital fantasma, el estertor desaforado del absurdo boom inmobiliario que peinó de punta a punta esta tan urbanizable piel de toro. Una reseña en Google lo pintaba tal que así:
Creo que es importante visitar este lugar, por pintoresco, por qué si no lo ves, no lo crees. Sensación de estar en un escenario de película. No hay gente, es cómo de mentira. […] Espacios raros. No teníamos muy claro que llegásemos a nuestro destino.
Pero no. Contra todo pronóstico, la puerta de salida estaba a rebosar de gente que esperaba a los pasajeros de mi vuelo. Mi sorpresa fue tremenda. En la comitiva había familias enteras; padres, madres, primos, un taxista advenedizo con un cartel que rezaba ‘Sr. Urdiales’, y algún que otro parroquiano apoyado en el pasamanos como si fuera la barra del bar. En resumidas cuentas, una retahíla de ojos impacientes y brillantes que aguardaban mi llegada y la de otros turistas despistados.
No tardé en enterarme de que aquel recibimiento en multitudes se debía al último Decreto-Ley emitido por el Máximo Severo Gobierno. No sé si estás al tanto; esta medida reciente alienta a las gentes de estas tierras a hospedar viajeros (o secuestrarlos) para poner remedio al problema de la España Vaciada. No tenía mucha escapatoria frente aquel bullicio, además podía volverse violento hacia el urbanita, el forastero, a la primera de cambio. Tenía que actuar rápido. Descarté por completo irme con el taxista y me fui a vivir con una familia que me pareció más o menos simpática.
Sin miramientos, la familia me acogió en un piso que, francamente, estaba muy limpio. No diré su apellido en aras de respetar su privacidad, pero solo tengo buenas palabras para ellos. Al cabo de dos semanas me dieron la habitación del hermano mayor. Una semana después ya podía poner los pies encima de la mesa del saloncito —sobre el tapete de ganchillo, eso sí—, y ostentaba sin pudor alguno el monopolio del mando de la tele. Desde fuera, esto se podrá ver como un ejercicio de tiranía. Es posible. Lo cierto es que un deber, más grande que mi espíritu, el deber de repoblar España, mi país, guiaba mis acciones.
Una noche cenamos fuerte —una magnífica olleta alicantina— y encima tarde. Para más inri, después vimos el documental de Netflix del asesino de la baraja. Sobra decir que esa noche apenas pegué ojo y mis pesadillas tuvieron por banda sonora el rugido de mis tripas. Era un temblor ronco, un carraspeo suave que nacía del mismo centro del bajo vientre. A medida que avanzaba la noche, la panza emitía otros sonidos; un sonsonete más seco, más percusivo, casi rumbero podríamos decir. Entendí que la microbiota estaba dando palmas y se había arrancado por bulerías. Cuando despuntó el sol, mi tracto digestivo había sido testigo de un increíble recital de seguiriyas, soleás y fandangos.
Me levanté mareado, como después de una mala resaca (no me mires así, que te conozco, Mamá). La quijotera me pesaba como un tiesto, pero aún disponía de la lucidez necesaria para exponer lo que había ocurrido. En el desayuno se lo conté a la familia. Estaban medio dormidos: los pelos eléctricos, erizados por la almohada, sus axilas, aún desaliñadas, se desenrollaban lentamente como caracoles y me producían cierto desasosiego. Así que, al principio, o no me creyeron o no se enteraron. Un café y una porra les hizo entrar en razón. En cualquier caso, me dijeron, que mi flora intestinal supiese cantar flamenco eran buenas noticias, muy buenas noticias, y había que sacar rédito de mi habilidad recién adquirida lo antes posible. Yo no sé cómo lo hago… pero lo hago, les dije, aparentando una seguridad que aún no tenía.
Desde ese momento todo pasó muy rápido. Echo la vista atrás y sigo sin saber cómo empezó esta aventura; quiero decir, sé cómo llegué a Castellón, sí, pero no los motivos reales que latían debajo de mis últimas decisiones y que, puedo afirmar hoy, han terminado por cambiar mi vida tal y como yo la conocía. Desconozco si toda la cadena de acontecimientos obedecía a un deseo hasta entonces no reconocido de estrellato o fama; o si simplemente estaba escuchando mi voz interior. La de mi colon, para más exactitud. Lo único que sabía era que me sentía muy vivo. Con eso es suficiente, me dije, y tiré pa’lante, como bien saben hacer los paisanos de estas tierras.
El padre me presentó a su primo, Toñín, al que por aquel entonces se tenía por el mejor guitarrista de su pedanía. Tenía unos dedos gordos y vacilantes, y al acariciar las cuerdas del instrumento, la microbiota de mi tripa iniciaba su letanía flamenca, un jipío hondo y sentío, que a más de uno y de una arrancó una lágrima. Nos sentábamos por la noche, esas noches eternas de verano, acompañados por el rumor de los grillos y una jarrita de vino de la comarca, entonces mi flora flamenca recordaba una vieja copla dedicada a algún insigne bandolero:
Dicen que yo soy ladrón
porque salgo a un ventorrillo
y le aligero el bolsillo
a algún grande ventorrón
Al poco tiempo, y con el padre de la familia como promotor, nos embarcamos en una serie de conciertos por todo el Levante español. Causamos auténtico furor por cada pueblo que visitamos. Nos recibían con los brazos abiertos y nos despedían entre vítores y aplausos. Dicen que la música amansa a las fieras pero tengo mis dudas. El público, en una ocasión, enardecido por nuestras canciones e inflamado por el alcohol, fue directo a los toriles y liberó a dos becerros y un novillo, que corretearon a sus anchas por las calles del pueblo durante toda la noche. Por suerte, no ocurrió ninguna desgracia y estamos todos bien.
Fue una época intensa pero muy bonita. Lejos quedaban los días de civismo y bandera en los que mi único deber era el de repoblar España. Ahora, brotaba de mi tripa, como un fuego interno, un cometido aún mayor, y alcanzaba su máxima expresión en las plazas de ayuntamientos, polideportivos y centros culturales. Cómo no, los más puristas, los fariseos del quejío y de la copla, nos saltaron al cuello. Alguno se atrevió incluso a decir que las palmas de mi tripa eran provocadas por un colon irritable. La incomprensión inicial por parte de los reaccionarios flamencos, los popes de las grandes familias gitanas, no hizo más que añadirnos un aura de culto y de músicos malditos. Los enfants terribles de Castellón, nos llamaban.
En fin, Mamá, no sé qué me deparará el resto de verano, pero me siento bien aquí, con Toñín y el padre, que es su primo, por cierto. Siento que, por primera vez en mi vida, estoy haciendo lo que debo de hacer, ¿sabes? Además, acabo de aprender un nuevo movimiento musical; si contorsiono los pliegues de la barriga, así, como metiendo y sacando el ombligo con cierto ritmo peristáltico, la microbiota comienza a dar un zapateao precioso, acompasado totalmente con la guitarra. Ojalá pudieras oírlo… Dicen que no se ha escuchado una flora intestinal con tanto duende desde hace décadas, por lo menos. Y tú, madre, que creías que yo era de tripa débil.
Bueno, no me quiero extender mucho más. Te mantengo al tanto con lo que vaya pasando y, de verdad, no te preocupes. Toñín me ha dicho que hay que exprimir este momento, ¡que dure lo que tenga que durar! Yo, por ahora, quiero seguir con esto hasta que mi tripa aguante.