Los culos son como los libros. Los hay de diferentes colores, durezas y tamaños. Algunos permanecen limpios, libres de toda mácula: aún no han sido abiertos y manoseados. Otros son vetustos, apergaminados, ajados incluso, por los que la experiencia o el tiempo dejaron su pátina. Su calidad es subjetiva, reside en los ojos de quien mira, capaz de ponderar su valor en función del grosor o la textura, la dureza o la molicie.
Estos criterios responden, en primer lugar, a los valores socioculturales del observador, a sus filias y fobias, y, en última instancia, a un prurito nada desdeñable: quedar sepultado bajo unas nalgas. Morir bajo una pila de libros o de un culo, un coma diabético por exceso de hojaldre, ¿acaso existe una extremaunción más dulce?
Los libros son como los culos. Los hay grandes: cachetes enciclopédicos, mamotretos colosales que hacen las veces de pata para una mesa o una butaca. Resulta imposible no mirarlos. Desafían, sin pudor alguno, la geometría del buen gusto y el decoro.
Unas Páginas Amarillas o unas Posaderas Generosas pueden actuar como punto de fuga de una habitación. Es allí donde convergen deseo y rechazo. El ojo de un visitante se detiene, sin escrúpulos, para admirarlo o repudiarlo, pero sin dejar de estar subyugado por su hipnótica presencia.
No exagero: su campo gravitatorio es tan poderoso que, allá por donde van, el espacio que rodea su masa se llena de miradas furtivas, envidias, risas y juicios. Pero claro, esta afirmación es puramente especulativa. Tan solo podríamos confirmarla si colocásemos una masa junto a otra, un pandero junto a otro, lo que en física se conoce como masa testigo o masa de prueba. Lo que vendría a ser una comparación minuciosa de dos culámenes.
Con todo, no hace falta llegar a derroteros tan científicos para comprobar lo más evidente. Esta clase de libros y culos, de tan voluptuosos y henchidos, no solo son ultrajantes para la moral ajena, sino que en su profusión de carne, hacen saltar la costuras, ya sea de una encuadernación o de unos vaqueros. Desde el otro lado los contemplan, celosos, indolentes, aquellos que son más chiquititos y humildes, sin perjuicio, claro está, de contener cierta enjundia entre sus carnes o sus páginas.
Estos últimos conforman curvas mas sutiles; son pequeños, honestos, sucintos, como un legajo de hojas, una carpeta, o un briefing. Sobre esta categoría aún no existe literatura suficiente; su carácter tímido y apocado les lleva a disfrazar sus formas y contenido bajo unos pantalones que les den empaque, o detrás de un título —ya sea ‘manifiesto’, ‘decálogo’, ‘guía para…’— que les permita situarse junto a libros de mayor envergadura.
Existen, además, ejemplares subversivos, fuentes potenciales de catástrofe. Nalgas peligrosas y anárquicas. Impúdicas. Son veneros de sensualidad y sabiduría, y su destape podría alterar el statu quo, soliviantar a las masas, desatar el caos y el desorden. En la película de El nombre de la rosa se hallaban ocultos en estanterías prohibidas, apartados del dominio público, engrosando el Index librorum prohibitorum. Ahora arden a 451 grados Fahrenheit cuando superan la censura impuesta por la MTV o la Guardia de la Moral. Son un pozo. Puedes atreverte a mirar dentro de ellos, pero si te tropiezas, puedes caer y ahogarte en su contenido. El único riesgo que comporta este trance es que no quieras volver a salir nunca de ese pozo.
En nombre de este tipo de libros y de culos se han librado guerras, atrocidades y desmanes, idas de olla y pedidas de mano. En cualquier caso, puestos a elegir una bandera, siempre será preferible escoger un culo o un libro antes que el blasón de un país. Pero esto último es discutible. Lo vital, en términos puramente funcionales, es excretar con mayor o menor frecuencia. Evitaremos así estancamientos de vientre o pensamiento.
Cuando uno alcanza el retrete, ese trono níveo esculpido en barro cocido o porcelana por el señor Roca, la lectura y la evacuación hacen un excelente maridaje. Es aquí, en el tigre, donde el libro y el culo no solo comparten trayectoria vital sino el mismo espacio de trabajo.
En lo que a las cachas se refiere, resulta conveniente también aposentarlas de vez en cuando; que descansen, que reposen, que disfruten de la soportable levedad de un sofá o de una cama. Los hombros de Atlas sujetaban el peso del mundo, pero son los culos, concretos o anónimos, los que aguantan la vergüenza de la existencia humana. Culos plúmbeos o ligeros, libros tediosos o estimulantes, todos ellos agradecen un descanso de sus quehaceres, de sus afanosas rutinas, en los que las necesidades fisiológicas dictan sus apretados cachetes y agendas.
Me gusta pensar en mi casa como una parcela de juego y relax donde libros y culos firman un armisticio. La contienda es fútil y ambos entienden que no pueden vivir el uno sin el otro. Para refrendar la paz recién instaurada, coloco, a semejanza de Valle-Inclán, un puñado de alcaloides debajo del futón. Serán fundamentales para que se sienten, a gusto, culos y colosos insignes, mis panderos más allegados.
Sedentes en mi futón descansan las posaderas amigas: egregias, suaves, hieráticas. Ojos curiosos y sedientos. Todos estos panderos ilustres, ingeniosos y tiernos, comparten, sin jerarquía alguna, ágape en el barrio de Prosperidad. Reviven, todos juntos, el misterio de los antiguos ritos, pan y vino, trigo y vid, y saborean, por unas horas, las delicias que esconden los culos y los libros.
Así como la funcion fisiológica del gluteo es la de correr quizá la del libro sea tambien la de llevarnos más alla con mayor rapidez.
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