Traes noticias nuevas y rabiosas. Sobre todo: rabiosas. Han cerrado el cosmocaixa. Entonces… ¿a dónde migraron los dinosaurios? ¿Dónde escondieron la bola de plasma? Las malas lenguas dicen que los metieron en cajas. ¿Y las buenas? En cajas, también. ¿Incluso la Amazonia en miniatura? Sí, sí. En cajas de ahorro. Como lo oyes. Las selvas, los planetas, los plasmas, todos juntos, en cajas. ¡Un visto y no visto! Bueno, yo si no lo veo, no lo creo. Necesito gafas para ver, binoculares, lentes, cualquier cosa. Unas alas de libélula también me sirven.
Ah, genial, gracias. Así mejor. Pues tenías razón: han cerrado el cosmocaixa. Además, si entorno el párpado un poquito, el mundo se descompone en fractales, en trocitos iridiscentes. Mira tú también. Por aquí, sí. ¿Lo ves?, aparecen romanescos, pequeñas florescencias, coliflores de ópalo. Tengo un amigo entomólogo al que le encantaría ver el mundo desde este prisma.
Me informas —ahora que veo— del nuevo y rabioso estado de las cosas. En el actual régimen pos-cosmocaixa lo suyo es deconstruirse como un banco. O mejor: reestructurarse, como ficción bancaria. Las noticias son espeluznantes desde luego. Han prohibido leer por las mañanas (exceptuando pasquines), montar fiestas hiperbólicas (de esas con música), visitar museos (fósiles con patas) y saludar a los muertos (enterrados o exhumados). Los muertos, dispuestos en fila, parecen platos pegajosos incrustados en el alcantarillado.
Eres todo nervios. Lo entiendo: las cosas han cambiado desde que cerraron el cosmocaixa. Solo se permite una dieta estricta de sardinas y ajos tiernos. El postre es tabaco picado, caldo de gallina, porque “sienta como un caldo de ave en tiempos de tanto sacrificio”. El deporte oficial es la siesta —o yoga ibérico—; consiste en estirar y apretar la mandíbula tumbado, en riguroso savasana, mientras se masculla un mantra belicoso, para terminar señalando con humo al traidor, al arribista, al diletante. No me cabe ninguna duda: mis huesos irían a dar a cualquier celda por traidor, por arribista, por diletante.
Ahora, uno solo puede deleitarse entre las 17h y las 18h en áreas perfectamente delimitadas. El disfrute hay que ponerlo en barbecho. En compensación, me explicas —con algo que intenta ser una sonrisa pero no alcanza a serlo—, ha vuelto la zarzuela, el sainete, la ópera bufa, el bombero-torero. Puf, ya sabes que a mi no me gustan estos espectáculos. Me sale una mueca rara al decir eso. Si somos hijos de nuestro tiempo, yo me siento profundamente anacrónico.
Espera, ¿qué es ese olor? ¡Es humo! ¡Señales de humo! Vienen de aquella cueva…, y señalas con tu largo dedo un punto negro, negromuynegro, apenas distinguible al ojo humano. Por suerte, aún llevo mis lentes, unas alas de libélula pegadas a mis pupilas. Me fijo más en tu dedo, bello y anguloso, que en el humo que asciende desde lo más íntimo de la gruta. Parece ser que han descubierto a un traidor. Pobre diablo, se atrevió a afirmar que aún había dinosaurios entre nosotros, de corbata y traje, con garras prénsiles y firmes, lo suficientemente firmes para agarrar un maletín o firmar una licitación pública. También salen de la cueva risas y gemidos, y al tocar el aire se funden con el humo, en un abrazo denso y prehistórico.
¿Y la risa? ¿Qué pasa con las carcajadas? ¿También se han prohibido? Es complicado…, desde que cerraron el cosmocaixa vivimos con auténtico pavor: la ley galopa más rápido que la vida, la espontaneidad se extingue a puñaladas. ¡Pero no todo está perdido! Aún contamos con algunas pocas parcelas de libertad, como el humor. Bergson lo sabía bien: la risa es un gesto que castiga la mecanización de la vida. ¡Menos mal! Porque me apetece mucho reírme. Quiero reírme como si una corriente de 1000w erizara las neuronas de mi tripa, una descarga animal, un rizoma eléctrico que me atravesara y creciera por cada nervadura de mi cuerpo.
En este preciso momento, tú me sonríes y me ofreces lo más sagrado de este mundo. Me traes: risas, risotadas, risas varias, algunas envasadas al vacío (jajaj), y otras enlatadas (jijij y también jejej). Me interrumpes mientras hablo, pero solo para comerme. Me lames, me fagocitas y me escupes. Salgo relimpio, peinadito entre tus babas, un demonio recién nacido a la orilla de un río de plata. Una lengua de fuego brota de mi boca, se escurre y hace zigzag entre tus muslos. Saeta que no yerra, dices, una flecha envenenada. Tus dedos son sarmientos, que se cierran en mi cuello, como barrotes o bisagras. Caen los besos de las nubes, ¿o son bombas de racimo?
Me encanta, Juan. Imaginativo, sensible, lleno de metáforas hermosas, poéticas, cultas. No dejes de escribir